El otro día me salió en Tiktok un fragmento de ‘Perdida’, un best-seller que no leí y una película que creo que vi con mi madre alguna vez. Si sirve, ahora he vuelto a ponérmela.
Intentaré ahorrar los spoilers, aunque como el algoritmo es imparable (y la peli de 2014), probablemente habéis visto el fragmento al que me quiero referir. Porque hay un monólogo de Rosamund Pike hablando sobre lo que es una tía guay. Dice algo así:
“Él amaba la chica que yo decía ser: una tía guay. Los hombres dicen eso, es el cumplido definitivo: “¡es una tía guay!”. Una tía guay está buena. Una tía guay traga. Una tía guay es divertida. Una tía guay nunca se enfada con su hombre; sonríe de forma tranquila y mortificada y luego prepara la boca para ser follada. Le gusta lo que a él le gusta.Y evidentemente es una hipster compradora de vinilos a la que le encanta el manga fetichista. Si a él le gusta el porno ligero ella es una adicta de los centros comerciales a la que le encanta hablar de fútbol y soporta las alitas más picantes de Hooters. Cuando conocí a Nick, sabía que él quería a una tía guay y por él, reconozco que estaba dispuesta a intentarlo. Me depilé el coño a la cera, bebí cerveza en lata viendo películas de Adam Sandler, comí pizza fría y mantuve la línea. Se la chupaba de forma más o menos habitual. Vivía el momento, me apuntaba a un puto bombardeo. No puedo decir que no disfrutara alguna que otra vez”.
En el mecanismo histórico de la humanidad las mujeres pasamos a segundo plano por cuestión de conveniencia: menos gente con la que competir. Al final, si esa tía tan inteligente y capacitada se ponía al lado de aquel mediocre con un poco de encanto todos sabíamos quién nos convencía para el papel. Pero si ella venía de una noche sin dormir por cuidar niños, si había tenido que ocuparse de la colada y de que la nevera estuviera llena… Probablemente llegara sin energía. Quizás dejaría incluso de competir.
Eso nos lo sabemos. Habrá algún tonto que siga repitiendo que hay una cuestión biológica detrás y algún otro que te diga eso de las energías masculinas y femeninas. Son solo gilipolleces. Y lo son porque, convenientemente, siempre nos reservan a nosotras la parte más aburrida de la película. La de cuidar, la de querer, la de valorar, la de sufrir. La que hace las cosas porque si no, sabe que nadie más las hará. Y es que nadie más las hará. Porque los demás se están ocupando de cosas importantes.
La tía guay del relato de Perdida es la tía guay universal. Robin Scherbatsky, por ejemplo: es guapa, es independiente, resuelve sus problemas, es dura, no comparte sus sentimientos. Pero se enamora del tipo y entonces eso se plantea como un problema y cambia lo que le conviene al tipo en cuestión.
A ver, crear personajes nuevos con historias nuevas es importante. Pero hay personajes nuevos que no son nuevos. De Robin Scherbatsky a Megan Fox en Transformers no hay distancia ninguna: una tía buena haciendo cosas de tíos. Que, en la excepcionalidad de mezclar lo mejor de los dos mundos, resulta que se fija en un tipo sensible, que dudas, que no se impone.
Una mujer volviendo a ceder por un tipo. Vaya.
¿Qué es una verdadera chica guay?¿Cuál es el consenso? Tengo la sensación de que es una de esas cosas que nos hemos creído porque algunos señores lo repitieron mucho. Y, de nuevo, a nosotras nos toca la parte coñazo de todo el relato.
Ahora mismo, la chica más guay del mundo me parece Jesse, de Startruck. Es neozalenadesa pero vive en Londres y todo le sale regular tirando a mal porque es un desastre. No termina nada de lo que empieza, piensa solo en si misma y cada dos por tres le dan ataques nerviosos. Como, por ejemplo, gastarse todo su dinero en unos billetes de avión para luego, en el último momento, decidir no ir.
Son esas cosas encantadoras de manic pixie dream girl pero reflejadas de forma que no son nada encantadoras. Porque esas tonterías no son nada encantadoras cuando tienes que sufrirla.
Pero a Jesse no le importa casi nada, es dramática, no es racional muchas veces. Hay una escena en la que se pone a llorar porque se está haciendo un test de embarazo. Está histérica. Luego coge la caja, frunce el ceño, comprueba que no lo estaba leyendo bien y lo tira a la basura, ya se le ha pasado el disgusto. Y es brutal.
En un mundo en el que sabes que ser la tía guay va de cuidar sin ser pesada, lo cierto es que una chica a la que no le importe en absoluto no hacerlo es bastante guay. Aunque, claro, esa es mi opinión.
(Jesse es una chica guay porque la escribe otra chica guay, Rose Matafeo, que es neozelandesa, cómica y una tía genial.)
También pasa un poco con Ava, de Hacks. Que empieza siendo una guionista cancelada en internet y que huye a la desesperada a Las Vegas para trabajar para Debora Vance, una cómica boomer a la que no la une nada.
Ava es esa voz de la conciencia woke: todo le importa y de todo sabe. De hecho es bastante snob y, al menos al principio, trata a la gente desde un prisma de superioridad. O, por lo menos, da la chapa. Y una chica guay nunca da la chapa.
Una chica guay también sabe cuando hacerse invisible: cuando no es consumible para la mirada masculina. Y es por eso que a partir de los 30 empieza un proceso de desaparición de las mujeres en general. Empieza nuestra transformación en arquetipos: la madre, la que quiere ser madre, la que trabaja demasiado, la abuela. Y poco más.
Por eso Debora Vance es rica, pero es demasiado molesta para ser una chica guay. Por eso tiene espacio, pero no los mejores espacios. Esos espacios los ocupan tipos que o no la toman en serio o pueden permitirse el lujo de que no les importe demasiado lo que hace o no una mujer.
Y ellas dudan, ellas se equivocan, ellas son malas la una con la otra y ellas también se acaban entendiendo y queriendo en sus diferencias. Y sus rarezas y sus maldades y sus cagadas son suyas y no pasa nada. Porque después de cagarla la vida sigue. Y ver eso por fin es muy guay.
Cuando las chicas guay se equivocan y se les cae la careta el error es imperdonable: han creado una performance para un mediocre que necesitaba un show para dedicarles su atención y su tiempo. Y entonces nada sirve y es imperdonable.
Es fácil entrar en esa dinámica. Y es fácil no saber salir de ella y perder la esencia de la persona que eres en función de quién te está mirando. Sientes, de alguna manera, que es tu deber el ser mirada.
En Todo lo que sé sobre el amor, Dolly Alderton habla de esto mismo. En el momento en el que se da cuenta de que no tiene que ser obligatoriamente la gente divertida porque tienen que quererte aún cuando no eres guay.
Ella habla de la percepción de sí misma. Y utiliza una metáfora muy poderosa: es como si fuera un cristal roto y pudiera recomponerme en función de quién está con ella. Pero luego, cuando se queda sola, no es que no sea nadie: es alguien. Pero no sabe quién.
Eso es lo que más me gustó de un libro que no esperaba que me contara ninguna de esas cosas. Ni que me reconfortara, ni que me sintiera tan descrita. Dolly Alderton quería ser una chica guay por encima de todo. Y luego entendió que eso no merece la pena. De hecho, es un puto coñazo.
Afortunadamente, estamos en ese punto. Hay un montón de vídeos de chicas metiéndose con otras chicas y llamándolas “pick-me" girl”. Que no es otra cosa que la tía guay algo mal calculada. Y creo que, muchas veces, es el prisa feminista mal puesto: está bien que nos de rabia quien no se porta bien con nosotras. Pero ellos nos dan mucha menos rabia y, a la larga, les cuesta menos ser malos. Ser malos sin darse cuenta de que lo son, que es una forma especialmente exasperante de maldad.
No sé si soy una chica guay. Sé que durante mucho tiempo he querido serlo y que he intentado performar desesperadamente ese papel. Nunca ha sido suficiente. Porque esa es la trampa: el concepto de chica guay no tiene límites para ti. Y quien mira no tiene nada que hacer.
Afortunadamente, ya tenemos menos ganas de conceder. Al menos a mi me pasa. No tengo ganas de ofrecer este show. Quizás me he vuelto perezosa. O quizás soy más egoísta o quizás soy menos empática o menos empática.
Nunca dejas de querer ser una chica guay, tenemos una historia de la humanidad asentada en la falsa creencia de que somos cosas útiles o inútiles. Pero podemos cambiar a quién le estamos preguntando lo guay que somos.
Quizás quiero ser guay para una niña que tiene en su cuarto lamparitas de colores y que le flipan sus converse de flores y que ha corrido más que nadie en la clase de gimnasia. Y que ha reivindicado su sitio (sin saber qué significa la palabra reivindicar, ni falta que hace) y que ya no se va a apartada a una zona del patio a hablar, como nos han contado que le gusta hacer a las niñas.
Quizás tenemos que ser guays para ese ejército de niñas guays que vienen de camino. Porque se lo merecen. Y nosotras también.