Porno emocional
Infierno en el paraíso de la gente guapa con ropa de Shein
Depende de quién seas, escapar al fenómeno de la Isla de las Tentaciones es más o menos complicado. Si te gusta el salseo y, sobre todo, si a los que te rodean les gusta, tienes todas las papeletas para acabar con un grupo de whatsapp para no molestar a los colegas a los que no les interesa.
Verás las galas, los clips, los debates… Puedes con muchas cosas, la verdad. Y para decir que ves la Isla de las Tentaciones no tienes por qué ver todas. Ni siquiera el programa completo que, si sigue como las últimas temporadas, es un aburrimiento de ligoteo heterobásico que solo se pone interesante los últimos 10 minutos. Lo justo para que te veas el siguiente.
No tengo ningún análisis que hacer del fenómeno internacional de Montoya ni de por qué, al final, siempre volvemos a ver el mismo tipo de programas: nos gusta el porno emocional. Nos gusta que las emociones de los demás sean evidentes y nos gusta consumirlas como si fueran nuestras, pero que no lo sean.
Es una especie de experiencia vicaria: lo mismo que el videojuego en el que matas a los que te rodean no te convierte en un asesino, la pena de Montoya o de Melysa o de Crístofer la compartes solo un rato. Pero luego te vas a la cama solo, o con alguien que no te ha engañado. O sí, pero no lo sabes ni se te planteará la oportunidad de correr por la playa gritando su nombre.
Si buscas “pornografía emocional” te salen categorías en Pornhub, lo que ha sido sorprendente y a la vez predecible. Son videos en los que se dan muchos besos y en los que no se miran como si se odiaran y quisieran hacerse daño, lo que los hace un poco más reconfortante. Si es que el porno puede reconfortar.
Pero no te aparece una definición clara de lo que entendemos por “porno emocional”. Si tuviera que definir el concepto, sería algo como “manifestación emocional llevada al extremo, de forma que se vuelva evidente”.
Estamos acostumbrados a llevar al extremo (o a ver cómo se llevan al extremo) emociones que desembocan en violencia. La violencia es, al final, la máxima manifestación emocional del hombre producto del patriarcado. Del hombre modélico y hegemónico que es duro, que habla poco de sus emociones y que blablabla. Pero en el porno emocional la violencia se nos queda corta. Las emociones que queremos ver tienen que ver más con la vulnerabilidad: que Montoya se arranque la camisa con desesperación, que huya para buscar a Anita, que proclame que le han destrozado.
Es curioso porque son el tipo de emociones que, socialmente, no se premian en el universo masculino. El hombre blandengue, que diría El Fary en los 80 y que dirían otros tantos ahora en redes sociales, por ejemplo, donde es gratis (más o menos) hablar.
El caso es que el porno emocional nos engancha. Como nos engancha el porno convencional, físico: nos ofrece una imagen idílica (acorde a la fantasía) de lo que es el sexo. Y entonces no puedo evitar pensar si el porno emocional hace lo mismo. Si las emociones que estamos performando son las que, de alguna manera, le conviene al sistema y el amor convencional.
Cuando ves La Isla de las Tentaciones te encuentras, uno tras otro, el perfil de lo que se supone que tienen que ser las cosas. Encontrarás una serie de parejas jóvenes y guapas. Es tan importante que sean jóvenes y guapas que da igual el tiempo que lleven juntas, da igual si ha habido infidelidades previas y da igual que, a todas luces, su forma de ejecutar el amor sea terriblemente problemática.
Todo eso es poco importante. Lo importante es la foto final: una edad determinada, un estilo determinado, una pose determinada. Una mujer delante, porque es más pequeña, mientras un hombre la agarra y la rodea con sus brazos.
Unas citas en las que la conversación es escasa, pero ellos van delante conduciendo el quack o guiando al caballo por la playa, mientras ellas van detrás, medio ocultas. O unas conversaciones de ligoteo vacías, ridículas, entre risas adolescentes. Unos tonteos básicos y poco elegantes, con celos y bailes y miradas evidentes.
Y, dentro de todo eso, una conexión humana con los que lo vemos: también hemos sido así.
Seguro que no hemos sido así de guapos, ni así de normativos. Pero a todos, en alguna ocasión, nos han roto el corazón. O nos han puesto los cuernos o no han sido claros. Y si no ha ocurrido, lo hemos temido en todo momento. Por eso podemos ver con comicidad algunas cosas; podemos imaginar cómo nos sentiríamos.
¿Nos suena de algo?
Si me preguntas, te diré que Crepúsculo es una de las mayores expresiones de porno emocional que existe. Y todos iban en pareja. En la familia Cullen, todos vampiros jóvenes, guapos y con poderosos dones que les volvían terriblemente atractivos, todos estaban emparejados. Aunque tú realmente pienses que si fueras una criatura inmortal con esas características, probablemente le darías un chance al poliamor, porque toda la vida es mucha vida para pasarla con una persona si esta dura 1.000 años.
Pero en Crepúsculo, con sus traumas, todos iban en pareja. De hecho, si ves la batalla final, salvo algunos que aparecen en otro tipo de grupo, todo el rato se forman parejas que se mantendrán unidas para siempre. Y en todas ellas, con toda la tragedia se mascaba por distintas vías. No había tentadores ni cuernos, pero sí oscuros pasados, instintos de muerte y enemigos mortales.
Y las reacciones que nos suscitaban pueden leerse de forma bastante parecida a la que nos suscita Montoya rompiéndose la camisa o cantando presa de un ataque de nervios: una vez más, ese amor trágico, llevado al extremo, por el que sufrimos un montón.
Las grandes historias de amor, escritas por hombres casi siempre, siempre nos enseñan un amor destructor. Un amor que tiene que ver, de alguna manera, con el sufrimiento, con el enemigo, con la consecución. No necesariamente una lucha con otra persona, a lo mejor es solo una lucha contra los instintos. Una lucha, a veces, contra la propia evitación.
Es una concepción totalmente masculina del amor, claro. Como un campo de batalla, que decía Pat Benatar, y lejos de toda esa calma que se supone que es la meta o que es el amor en sí.
Esperamos del amor un rincón en el que nada nos haga daño. Pero nos enganchamos constantemente a historias en las que el amor es tormentosos. De hecho, -sí lo digo-, para mi ha sido vital detectar que solo me engancho de verdad a las personas que me ignoran, que no pueden estar conmigo por lo que sea. Y puedo perfectamente compaginar estas historias con otras mucho más tranquilas pero que olvidaré mucho antes.
Por ejemplo, ahora sabemos el arma que es el refuerzo intermitente: eso de te hago caso, pero mañana no, pero al otro sí, pero mañana no. Porque en los ratos que son que no, tú puedes crear el guión de una historia de amor que no está ocurriendo. Aunque esto creo que ya lo he dicho antes.
Había un griego sabio que decía que el teatro permitía a los ciudadanos volcar sus terribles pasiones en un espacio acotado para luego volver a su vida tan normales y sobrevivir lejos de todo ese drama que, sin embargo, es esencial para el espíritu.
Me llama poderosamente la atención cómo de importante es el sufrimiento. Y me llama poderosamente la atención cómo lo preferimos antes que el aburrimiento. Porque creo que, aunque el chute de serotonina que nos da la atención del otro es motivo para engancharse a algo intermitente, también hay algo que nos lleva a huir desesperadamente del aburrimiento. Preferimos sufrir a estar aburridos. De hecho, te diría que preferimos casi cualquier cosa a estar aburridos.
Por estar aburrida me he enrollado con gente que me daba igual. Más importante aún: por estar aburrida mi cerebro ha conseguido que gente que me da totalmente igual me parezca interesante, he conseguido que me importe. Y desencadenar así historias tortuosas con gente que, tiempo después, me ha dado lo mismo.
(**Aunque también es justo admitir que ha desencadenado historias apacibles que han terminado con unos orgasmos adecuados, pero que no pasarán a los libros de caballería).
Me pregunto si la gente que va a la Isla de las Tentaciones lo hace por el aburrimiento, o por el temor al aburrimiento. Aunque creo que, en la mayoría de los casos (Montoya incluido) son conscientes de que están prostituyendo sus emociones a cambio de un montón de dinero que les acabará llegando en forma de nuevos contratos en televisión.
Al final así funciona la tele. Si te paras a pensar, Belén Esteban (ahora aclamada, antes odiada) era una mujer joven que acabó llenando platós y pasando por momentos duros que todos pudimos ver, aunque probablemente a ella sí le pilló desprevenida todo aquello.
Cuando el crimen de Alcácer ocurrió, se plantó un plató de televisión en la plaza de un pueblo de 10.000 habitantes para preguntar directamente a chiquillas de 13 años qué sentían sobre el más que probable asesinato de sus amigas. A una de ellas le preguntaron directamente si pensaba que, de no haber estado enferma ese día, habría ido con ellas. Tenemos las imágenes de un periodista corriendo para llegar al lugar en el que una señora grita desconsolada porque acaban de encontrar el cadáver putrefacto y desmembrado de su nieta adolescentes.
El proceder no ha cambiado apenas. Y eso lo sabemos todos.
Igual que el porno nos ofrece una una escena idílica del sexo. Una escena estética en la que a las mujeres les gusta hacer mamadas largas después de recibir un cunnilingus de 32 segundos (que no se hace así). No importan los guantazos no pedidos y no hace falta una conversación previa. Y es que, ¿qué hay más idílico que no tener que explicarle a alguien todas las cosas que quieres hacer pero te dan vergüenza?
Con el porno emocional ocurre un poco lo mismo: todo lo que se relata en esas escenas es la peor pesadilla de muchas personas. Y no sé si mirarlas o no nos hace estar preparados, pero no lo creo.
Lo que sí sé es que el porno emocional también nos enfoca a un destino claro: la idea del amor romántico hegemónico de la que hablábamos al principio. Ofrece una performance en la que nos volvemos locos por el ser querido, volvemos ese amor algo trágico. Gritamos “¡pero yo te quiero!” después de recibir el daño. Y eso nos canoniza y hace que los demás asientan sabiendo que no siempre queremos a quien merece nuestro amor.
Pero eso me lleva a pensar todo el rato: ¿y si, igual que el porno, esta ficción emocional nos ha carcomido el cerebro?¿Y si el amor fuera otra cosa, igual que el sexo real es otra cosa?
¿Estaríamos, entonces, dispuestos a crear un discurso nuevo?